La importancia del árbitro.

Hace ya muchos kilos, cuando todavía me quedaba cabello por peinar, fui un jugador de fútbol más o menos decente. Como muchos mexicanos, dedicaba varias horas a la semana a patear la pelotita en compañía de otras personas, fanáticas del juego como lo era su servidor. Además de los meniscos destrozados, puedo asegurar que el fútbol me dio mucho más de lo que yo le di al deporte-poema.

En el momento cumbre de mi amateurismo pambolero, fui invitado por un amigo a enrolarme en un club de fútbol semiprofesional que tenía el pintoresco nombre de “Cobras”, de Cocula, Jalisco. Tirábamos de patadas cada domingo, con otros equipos que formaban una liga municipal. Siendo Cocula una población a medio camino entre lo rural y lo urbano, cada visita era la oportunidad de conocer un poco más de la vida en aquella querida región. Había un par de estadios municipales, con canchas de buena calidad, y varios potreros que se convertían en coliseos durante los fines de semana, con tribunas que llenaban los familiares de los jugadores, sedientas de la sangre de los contrincantes. Aquellos años que fui el carrilero derecho de “Cobras” siguen siendo un recuerdo entrañable, y una escuela de humanidad, que el día de hoy sigo agradeciendo.

Uno podría imaginarse que lo más esencial del fútbol se vive en la final de la Copa del Mundo cada cuatro años, o en la Liga de Campeones de la UEFA. O, con otra proporción pero también legítima, en las tribunas de la Liga MX, apoyando a las Chivas rayadas, la Máquina de la Cruz Azul, los Pumas de la UNAM, o al infumable América. Creo que esto es un error, pues si estos eventos generan una gran pasión, se debe al arraigo que tiene el fútbol como el juego preferido en los pueblos y las barriadas de las ciudades. Juan Villoro encontró una expresión exacta para describir el fenómeno de identificación y representación simbólica que genera el fútbol: “Los once de la tribu”, los elegidos que cargan sobre sí el honor de un puñado de familias, de un barrio, una población, una clase social. Créanme, las “tribunas” de una cancha llanera pueden ser tan o más pesadas que la de un estadio de malosos, como el Nou Camp, de León.

Recuerdo con claridad un partido que jugamos en una cancha (es un decir), que estaba literalmente colgada en la ladera de un cerrito, no muy lejos de Cocula. Para aquella temporada habíamos fichado a un excelente 2 en 1. El Padre Ramón era el joven diácono de Cocula. Así, ganábamos para el equipo el apoyo divino, junto con un delantero muy veloz que además tenía un letal remate de cabeza. Pues en aquella ocasión, los jugadores del equipo contrario (no recuerdo el nombre), quienes eran ateos o no tenían temor de Dios, se surtieron a patadas a nuestro padrecito a todo lo largo del primer tiempo, y por todo lo ancho de la cancha (es un decir).

Hasta que, después de recibir una barrida capaz de talar un árbol de guamúchiles, nuestro clérigo goleador se olvidó de la prudencia eclesial, se puso de pie de un salto, y le puso un pechazo al agresor al son de un “¡ktraispndejo!”. Acto seguido, los treinta y tantos aficionados del equipo local, en su mayoría mujeres, invadieron la cancha emitiendo unos sonidos que, aún el día de hoy, no sabría decirles si eran gritos de Valkirias, o aullidos de mariachis. Ante la embestida contraria, adoptamos la formación defensiva que todo llanero conoce, y que ha salvado la vida a tantos futbolistas amateur: espalda con espalda, puños en alto, y chin-chin al que se raje. De poca ayuda resultaban las manos consagradas de nuestro curita, así que le pedimos mejor prepararse para tirar guamazos.

Sin embargo, después de un par de minutos de lo que el célebre “Perro” Bermúdez denomina “se armó el traca-traca” (es decir, empujones, más pechazos, más gritos de señoras y más dosis de “¡ktraispndejo!”, y otras tantas de “¡lquekierasptito!”, en medio de la trifulca se alzó serena, pero firme, la figura del árbitro separando gladiadores, mandando a las señoras a las gradas, sacando un par de tarjetas rojas (una por equipo, para equilibrar), señalando un punto en el terreno y levantando la mano derecha, para indicar que el juego debía reanudarse con un tiro libre indirecto a favor nuestro.

Huelga decir que llovieron todavía otros muchos insultos, tanto para el sacrificado nazareno como para su estoica madrecita. Pero el árbitro, transfigurado en estatua de marfil, mantuvo la sanción, fruto de su interpretación del reglamento, hasta que todos, rechinando los dientes, se colocaron de nuevo en posiciones para dar continuidad al partido. Después de ese incidente, el partido concluyó en medio de una calma chicha, con un salomónico empate a 1 como resultado, y un hombre de Dios mascullando entre dientes, antes de subirse a la pick up oficial del equipo “xingoamimadresilesvengoacelebrar, hijosdesutiznadamá…” Es decir, sin incidentes qué lamentar.

A pesar de la antipatía que nos genera, el árbitro es un factor sine qua non para la realización del juego. De no haber estado el árbitro para aplicar el reglamento con claridad y firmeza, a pesar de las protestas de tirios y troyanos, el juego habría terminado aquella tarde en batalla campal. Prácticamente nadie de los que estábamos en aquella cancha conocíamos el nombre de aquel árbitro, lo que permitía que, a pesar de la calentura del momento, todos aceptáramos, en cierta medida, la imparcialidad de la decisión, aunque esta pudiera no ser del agrado de la concurrencia. Así son las reglas. Y sin reglas ni árbitro, existe el juego. Así de fácil. Más que un mal necesario, el árbitro es la garantía de que el juego podrá transcurrir sin traspasar el límite de la violencia.

Esta metáfora aplica también para nuestro orden republicano. Hace mal el presidente en calentar a la tribuna acusando al árbitro por marcarle una falta en la elaboración de su “Ley de la Industria Eléctrica”. La tarea de los jueces no es ser populares, sino interpretar las reglas del juego, contenidas en la Constitución, y sancionar lo que ellos contemplan. ¿Puede haber casos de jueces corruptos? Sí, y para eso hay una comisión que los disciplina, sanciona o suspende. Pero es muy peligroso que el jugador más fuerte, más popular sobre la cancha, diga desde el círculo central, que el árbitro está vendido. Porque no solo pone en riesgo la integridad del árbitro. También puede echar a perder el juego, con consecuencias qué lamentar.

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