¿Dónde queda Cocula?

peluches

¿Quién quisieras que estuviera contigo, viviendo este, el partido de tu vida?

Respondo a una inesperada invitación planteada por el supervisor de la zona escolar en la que se encuentra el colegio donde trabajo. Inesperada, porque esas reuniones tienden a convertirse en una extraña mezcla de catarsis de directivos con lectura de diapositivas dirigidas, por lo general, a otra persona. La invitación fue esta: compañeros y compañeras, ¿quién nos quiere compartir cuál ha sido su mayor éxito profesional? Para un maestro de los de antes, curtido en las formas y costumbres de las escuelas rurales y las periferias, su insitencia en compartir recuerdos emotivos fue notable. Como es esperable en grupos de gente que se ha acostumbrado a hacerse llevaderas las juntas, pero que en realidad se conoce poco entre sí, el silencio duró varios minutos.

Mientras algunos colegas compartían tímidamente algún recuerdo entrañable, me encontré haciendo un extenso recuento de mis muchos fracasos, desobedeciendo en mi fuero interno la invitación del inspector. Tal vez se deba a que en este momento de mi vida, creo, me definen más las luchas por levantarme de mis caídas, que una inexistente concatenación de éxitos rutilantes. Pero a la par que nuestra autoridad educativa trataba de hacernos compartir en público, me vino a la mente el recuerdo diáfano de una de las historias que me genera esa íntima y profunda satisfacción de haber conseguido algo realmente importante.

La he relatado a muchas personas, y la he esbozado por escrito en otros lugares. Pero, en esta ocasión, quiero escribirla tal como la recuerdo, para las personas que la vivieron conmigo. Y, también, para que la conozcan mis hijas pequeñas. Este es el relato de aquella historia maravillosa.

Comienza en agosto de 1997, año en el que concluí la licenciatura en Ciencias de la Educación, en Monterrey. Yo era un joven marista que acababa de ser enviado a trabajar como maestro de 6° de primaria a la población de Cocula, Jalisco. Llegaba con muchos duelos, pues había dejado la Sultana en medio de una profunda confusión de ideales, compromisos utópicos, apegos y amores estrellados en un callejón sin salida. Después del vértigo regiomontano, Cocula me parecía un sitio extraño y, tal vez, demasiado pequeño.

Sin embargo, la cura para mis males llegó pronto de la mano de un ambiente propicio para el goce de las cosas sencillas de la vida. Una vez que aprendí a lidiar con salones de clase de 50 chamacos durante 6 horas diarias, empecé a tener tiempo para todo, especialmente para jugar al volibol la mitad de la semana. Lo había practicado un poco durante la prepa, bajo el yugo de los temibles hermanos Santillán, (Rafa y Luis, reconocidos por su genio volátil, como la nitroglicerina, pero también por su gran capacidad para adoptar postes de luz y convertirlos en campeones).

Con ese entrenamiento básico (siempre fui pambolero de corazón) me alcanzó para jugar decentemente en una especie de circuito amateur, que convocaba lo mismo a un par de los mejores jugadores de toda la región Valles, que a una variopinta comunidad de señoras, chavales y niñas apasionados por el juego. A pelotazos me hice de varias de las más entrañables amistades que conservo de aquella época. Cocula se convirtió para mí en el mejor lugar para vivir, y el volibol en la mejor medicina para curar miedos y tristezas.

Un par de años después, Ernesto, mi superior y director, se acercó para decirme:

-Oye Pepe, yo creo que vamos a buscar la manera de hacer un equipo de voli con las niñas de la secundaria, para llevarlas a competir al CODEMAR. Pienso que sí pueden hacer un buen papel- me dijo, con esa cara de prócer que adoptaba cuando se trataba de defender a su pueblo natal.

Entendí que, para él, el asunto tenía que ver con la reivindicación de un colegio y una ciudad que solían estar siempre en el segundo plano de las provincias maristas, pobladas en su mayoría por colegios para las clases medias altas y altas de las grandes ciudades. Adiviné que él confiaba en tener un as bajo la manga, y que pretendía hacerlo valer.

-¿Tú crees que sí podemos hacer un buen papel?- me preguntó honestamente.

-Yo creo que sí- respondí de inmediato, más impulsado por el orgullo que por un verdadero conocimiento de causa, -tienes un par de chicas que juegan desde hace varios años con los chavos de la prepa, seguro que no se arrugan en un torneo real.

-Bueno, porque tenemos que sacar dinero para las inscripciones de las niñas y el pago del hotel para nosotros.

-¿Nosotros?- pregunté sorprendido, consciente de que el torneo era para secundarias, y yo trabajaba en la primaria.

-Sí, quiero que vayas para que le ayudes al Checo, porque luego se le van las cabras pa’l monte y les grita mucho a las niñas y a los árbitros.

-Ya, como una especie de asistente.

-Ey, algo así. Ya el “Tostón” nos prometió regalarnos pollos para que mi hermana los prepare en birria, y que las niñas nos ayuden a venderlos. Así sacamos para los gastos.

De esta manera, después de una comida común y corriente, decidimos llevar un equipo de volibol a competir contra chicas de la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey, Aguascalientes, Tijuana y otras muchas ciudades importantes de la república.

Vendimos muchos pollos. Demasiados. El pueblo se hartó de comer birria de pollo los domingos. Pero sacamos el dinero que hacía falta, fuimos a San Luis Potosí, y nuestras chicas fueron campeonas del torneo, derrotando al equipo de Sahuayo en la final. Ernesto regresó orgulloso a su pueblo, y terminó su periodo como director del Colegio Hidalgo. Yo no hice la gran cosa en mi papel de asistente, sino llevar las botellas de agua y cargar el costal de los balones. Pero, a diferencia de Ernesto, yo tuve la suerte de permanecer en Cocula todavía otro año más. Y eso me hacía muy feliz.

salón

Nuestro salón, las chicas, el pizarrón…

-Pepión, ¡por supuesto que vamos a ir a Tijuana! ¡Tenemos que defender nuestro campeonato!- me dijo Raúl, flamante nuevo director del colegio, quien, además, había sido mi compañero y amigo durante los años de estudio en Monterrey.

-Pero, ¿quién va a entrenarlas, ahora que se fue Sergio?- respondí dubitativo, muy consciente de que cuando el jefe tenía una idea, no quedaba más alternativa que hacerla realidad.

-Pos´ tú. Todas fueron tus alumnas. Ya te conocen, ya las conoces, y te sabes lo que hacía Sergio en los entrenamientos. Además, el “Tostón” ya prometió regalarnos unos pollos para hacerlos en birria, y que las niñas se pongan a vender, y así sacar para el pasaje a Tijuana- dijo en tono triunfal.

– Pero esa estrategia de los pollos…- intenté debatir sin éxito.

-Ya está, entonces. Nos vamos a Tijuana- cerró el diálogo con esa manera tan suya de dar órdenes sutiles.

Vendimos muchos pollos. Demasiados. El pueblo se hartó de comer birria de pollo los domingos. Pero sacamos el dinero que hacía falta, y nos fuimos a Tijuana para defender el primer lugar del año anterior. Yo seguía cargando las aguas y el costal de los balones. Pero ahora era el entrenador, no tenía ningún asistente, y la responsabilidad de repetir el campeonato me mataba de miedo.

-Profe Pepe, estaba viendo nuestros horarios de juego en aquella cartelera, y unas señoras de sabe dónde serán… ¿qué cree que dijeron?

-¿Qué dijeron, “Chapis”?- así le decíamos todos a Alejandra.

-Pos que dónde queda Cocula, ¿cómo ve?- dijo con una cara de consternación inusual en ella.

-No les hagas caso, Chapis. Ya verás que lo averiguan después del primer juego- le respondí. Pero, al mismo tiempo, sentí cómo se me resecaba la garganta. Ella levantó la cabeza y se fue a buscar a sus amigas, aparentemente satisfecha con mi respuesta.

La tarde anterior al juego por el primer lugar, definitivamente, muchas señoras copetudas ya habían tenido tiempo de averiguar dónde quedaba Cocula, después de que aquellas niñas valientes hubieran despachado en dos sets a los equipos de sus hijas.

Reconociendo mis infinitas limitaciones como entrenador de volibol, había diseñado un esquema de juego simple, metódico, pero muy efectivo por la forma en que aprovechaba las fortalezas de nuestro equipo. Violeta y Yéssica jugaban en posiciones cruzadas, con la primera iniciando en el saque, para ganar pronto una ventaja importante de puntos sin respuesta ni desgaste (Violeta servía bazucazos que sacaban moretones en los brazos a las fildeadoras contrarias). A partir de esa formación básica, nuestra táctica era totalmente predecible: líbero a acomodadora quien, en caso de estar cómoda, pone bola metro a la rematadora menos cubierta. Una y otra vez, con gran destreza técnica y con una buena lectura del juego, cultivadas a lo largo de decenas de tardes soleadas en el patio del colegio.

Enfrentaríamos al día siguiente al equipo de Tepic, dirigido por una extrovertidísima cubana, que tendía a gritar a sus jugadoras cuando erraban un movimiento. Habíamos jugado contra ellas unas tres veces antes del torneo, así que nos conocíamos bien mutuamente. Tenían una chica que ya participaba en olimpiadas nacionales. Pero, aunque su técnica hacía recordar a una bailarina de ballet, su efectividad en los remates era inferior a la de mis muchachas. Yo calculaba que si ganábamos 7 de los primeros 10 puntos en disputa, nos íbamos a ir como hebra de media hacia el bicampeonato.

Pero también estaba muy consciente de nuestra debilidad, que se había asomado tímidamente en uno de los primeros juegos del torneo. La venta de pollos en birria había alcanzado para pagar, sin problemas, el vuelo de todas las jugadoras, pero para nada más. Así que mis muchachitas no contaban con una porra de papás y familiares, como sí tenían el resto de los equipos. Solo nos acompañaban las mamás de Violeta y las hermanas Barba, Irma y Ale “la Chapis”. Así que cuando teníamos una seguidilla de puntos en contra, la presión solía minar la confianza de mis jugadoras, y sin la porra dándo ánimo, era difícil revertir el momento. Los nervios de una final podían acabar con el temple de la mitad de mi equipo, que no había tenido la experiencia del torneo anterior. Descubrí el antídoto justo en uno de esos momentos de presión.

Irma era nuestra acomodadora designada, pero tenía problemas con su fildeo defensivo. No recuerdo contra quién jugábamos. En una rotación en la que ella estaba atrás, le tocó enfrentar a una chica con un servicio fuerte y preciso. Su alcance coincidía exactamente con la posición de Irma, quien falló el primer fildeo. Y luego uno más, y luego otro par. Yo trataba de mantener la calma, pero la distancia que habíamos ganado al arranque del juego se nos esfumaba demasiado rápido. No quería cambiarla, para no generarle una percepción negativa de sí misma. Pero justo cuando pensé que esto era inevitable, vi cómo la muchacha buscaba, con una mirada angustiada, a su mamá, que estaba justo detrás de mí, sentada en la tribuna.

-¿Estás nerviosa, verdad?- murmuró la señora, de manera tan sutil, que yo apenas la escuché. Irma asintió con la cabeza, apretó la mandíbula, y se preparó para el siguiente servicio. Dobló sus rodillas, recibió el saque con sus brazos, y la pelota describió una elegante parábola que Yéssica remató al segundo golpe, metiendo un disparo violento a la esquina descubierta. Fin del problema.

No podía hacer que todas las mamás de mis jugadoras volaran desde Guadalajara hasta Tijuana para ayudar a sus hijas a lidiar con la presión del juego. Pero sí podía cruzar la frontera, hacia San Diego, para buscar algo que funcionara como talismán, y que hiciera patente a mis jugadoras, durante el partido, que sus familias estarían apoyándolas, tal como la mamá de Irma lo había hecho con su hija. En una tienda de chinos encontré unos peluchitos de a dólar, que se ajustaban perfectamente a mi reducido presupuesto.

-Esto bastará- pensé, sonriendo para mis adentros.

La charla previa a la final fue exclusivamente motivacional. En el pizarrón del salón que se nos había asignado como vestidor había estado dibujando una escalera con las victorias que nos habían llevado hasta ese momento. Comencé pidiéndoles que cerraran sus ojos, y pensaran en las personas que habían hecho posible que hicieran el viaje a Tijuana para jugar al volibol, muchas de ellas todavía tomando omeprazol por el exceso de birria de pollo. Luego, les pedí que imaginaran una persona que quisieran que estuviera en las tribunas, acompañándolas en ese día tan relevante, tal vez el más importante de sus cortas vidas. Finalmente, les pedí que anotaran en el pizarrón un mensaje para esa persona, mientras sonaba en la grabadora música motivacional. Creo que era mariachi.

Cuando el pizarrón se llenó de mensajes emotivos, reuní a las chicas en el centro del salón, y entregué un peluchito a cada una de ellas.

-Pon dentro de este muñeco todo tu deseo, todo tu cariño, todo el agradecimiento que sientes por esa persona. Así, estará presente, físicamente, contigo en la tribuna- les dije, llorando junto con ellas. Nos prometimos disfrutar ese juego como nunca habíamos disfrutado otro partido de volibol. Nuestro juego, nuestro tiempo compartido durante tantas tardes, nuestros pollos en birria, nuestro pueblo y sus fiestas llenas de cohetes y castillos, nuestro orgullo de representar a la cuna del mariachi, aunque mucha gente no supiera en qué estado de la república quedaba, era lo que le daba sentido al partido por iniciar. Nuestro volibol era, en todo caso, mucho más que un trofeo que pudiéramos ganar o perder, pues nadie nos lo podía quitar ya. Pero eso mismo hizo que deseáramos con todas nuestras fuerzas compartir ese anhelado premio con quienes nos esperaban, de regreso, en casa. Las niñas salieron felices hacia la cancha.

Conforme el torneo avanzaba, la sencillez de las chicas de blanco (ese era el color de nuestro uniforme) había cautivado a la tribuna tijuanense, más experta en deportes distintos al futbol que la del resto del país. De modo que para la final, único partido de voli programado en el gimnasio del Instituto México, la tribuna estaba sorprendentemente llena. Y más de la mitad nos apoyaba.

-Profe, ¡estoy mala del estómago!- me dijo Celina, unos momentos antes de terminar el calentamiento.

-¿Quieres que ponga a otra persona en tu lugar?

-¡No´mbre! ¡Ni loca! No me pierdo este juego por nada del mundo- y remató su frase con una descripción escatológica de lo que estaba dispuesta a que pasara con tal de no dejar la cancha, muy propia del habla coloquial coculense. En ese momento supe que mi motivación había surtido efecto.

Mientras mis jugadoras se preparaban para el juego, la gente en las tribunas se preguntaba por qué había una fila de muñecos de peluche en nuestra banca. Más de alguno atribuyó a la cábala lo que hacíamos por amor. Y cuando el árbitro sonó el silbato para iniciar el partido, Paola, Yéssica, Ana Laura, Karla, Ale, Claudia, Conchita, Irma, Celi y Violeta entraron de la mano a la cancha, como cada partido, pero con una sonrisa que hablaba de gozo, orgullo, certeza, amistad y unidad. No había forma de perder aquel juego ahora que habían descubierto que ganarlo no era lo más importante en sus vidas.

entrada

Paola, Jéssica, Ana Laura, Karla, Ale, Claudia, Conchita, Irma, Celi y Violeta entraron, como siempre, de la mano…

Ganamos, holgadamente, en dos sets. Cuando Irma marcó el punto del campeonato sentí que una presión enorme se me escapaba del pecho, a través de los poros de la piel. A lo largo de aquel trayecto había descubierto que me interesaba menos el lustre de ser un entrenador ganador que la felicidad de mis alumnas. Ellas habían iniciado esa aventura con la obligación de defender un trofeo de latón ganado por un equipo diferente, un año antes. Regresaron con el orgullo de representar a sus familias, haber sido fieles a sí mismas, y de descubrir el sentido de aquel y todos los esfuerzos: vivimos, estudiamos, trabajamos y jugamos porque somos muy amados. Y ellas, a su vez, amaban a muchas personas de regreso. Cuando bajaron del avión, Violeta cargaba el trofeo de primer lugar. Pero todas llevaban un muñeco de peluche apretado, con fuerza, contra su pecho.

Y… ¿dónde queda Cocula?

Cocula, señoras, estuvo con estas niñas todo el tiempo.