Plaza Valladolid

La imagen puede contener: cielo y exteriorUno de los rincones más bonitos de mi ciudad natal, Morelia, es la Plaza Valladolid, famosa por el templo y convento de San Francisco, que son sus construcciones más antiguas, y por su inmensa fuente inaugurada en 1968. Rodeada por una gran variedad de comercios de distinta naturaleza, es uno de los espacios favoritos de los morelianos para compras y recreación. En la esquina de Bartolomé de las Casas y Fray Juan de San Miguel se ubica la matriz de Café Europa, que perfuma toda la plaza con aromas delirantes a granos de Uruapan, Chiapas o Veracruz durante las tardes lluviosas de julio. Un rincón entrañable por sus propios méritos.

Por esta razón, durante los años de mi infancia, mis papás solían llevarnos a la zona a comprar ropa en Makali, y zapatos en Pavel III. Mis recuerdos de varios inicios de cursos están llenos de visitas a la Plaza Valladolid, con mi papá refunfuñando por los problemas de estacionamiento que ya aquejaban a Morelia en los lejanos setentas. Como muchos niños de la época, mi papel y el de mis hermanos era convertirnos en plantilla de tallas y tamaños para que mis papás escogieran la ropa a estrenar. Aquí viene a cuento confesar que es mentira que todo mi ajuar infantil fuera construido a base de “gallitos” heredados de mi hermano Carlos. De vez en cuando estrené pantalones crema del uniforme del Valla y zapatitos escolares con suela de hule que, además, borraban los errores a lápiz en los cuadernos.

En aquella ocasión habíamos ido a atender cualquier necesidad, probablemente comprar zapatos para alguien. No guardo ningún recuerdo de aquel día, salvo el del caballito que funcionaba con moneditas de 20 centavos, que estaba fuera de la zapatería: sus colores rojo-amarillo-negro-blanco, imposibles para cualquier caballo real, siguen trotando de manera uniforme en las habitaciones más antiguas de la morada de mis memorias. Pero el relato de lo que aquel día ocurrió está grabado en mi mente y mis afectos a fuerza de risueñas repeticiones, pues tanto a mi madre como a mi abuela les encantaba relatarlo. No guardo ningún recuerdo de aquel día.

Resulta que mientras mi padre concluía alguna diligencia misteriosa, mi mamá hacía tiempo con sus dos chilpayates menores en el caballito de marras. Es decir, con Carlos, mi hermano, y conmigo, que a la sazón tendríamos, a lo mucho, entre dos y cuatro años de edad. Acompañada de mi abuela, mi mamá lidiaba con dos chiquillos inquietos y demandantes, que se llevaban apenas un año y medio de edad. Así que me subió primero a montar, y una vez que se me acabó el veinte, me bajó del metálico cuaco para que se subiera mi hermano mayor, para disfrutar del galope en una pradera imaginaria.

Aquí donde me leen, pues tengo mi carácter, y con tan pocos años tenía prácticamente ningún interés en disimular virtudes o guardar las apariencias. Así que, como buen niño, saqué lo mejor de mi repertorio de berrinches para expresar mi total desacuerdo con esa idea comunista que hace a las mamás promover justicia y equidad entre sus hijos. Buscando ayudar, mi abuelita me tomó de la mano y cruzó la calle conmigo, hasta la plaza. Una vez ahí, decidí escalar la presión mediática y me zafé de la mano de mi abue, para empezar una marcha de protesta que ya hubieran querido los profesores de la CNTE. Cuenta la leyenda que mis fúricos berridos siguen retumbando en los túneles de la antigua Valladolid.

Así, lágrima al cachete generoso y voz en cuello, caminé unos cuantos pasos hacia el centro de la plaza hasta que, como lo marcaba ni naturaleza pueril, fue más fuerte el instinto de supervivencia que la vocación vaquera, que nunca prosperó en mí. Me cuentan, pues, que un segundo después me había percatado que los caminos de la vida no eran como yo creía, y que seguir los pasos de la furia me habían dejado solo en medio de una plaza que para un niño como yo parecería inmensa, sola y fría, como la estepa siberiana. Lo único que atiné hacer fue cambiar el tono del llanto: del orgullo herido al susto total. Así, emprendí una nueva marcha, pero esta vez de temor y desconsuelo, gritando con fuerza: “¡Bucano mamáaaaa! (traducción: ¡Buscando a mamáaaaa!). El relato termina con mi abuela, quien siempre estuvo un paso detrás de mí, abrazándome para llevarme de regreso donde mi mamá y mi hermano. Del berrinche, al susto, al consuelo seguro en los brazos de mamá. Y de ahí a las notas de mis biógrafos: de una vez doy fe de la veracidad de la anécdota.

Hoy me encuentro en una situación muy parecida. Me siento como niño perdido en una plaza inmensa, rodeada de responsabilidades, historia, éxitos y fracasos. Dolores ya sanados y otros en proceso de empezar. “Bucano mamá”. “Bucano mamá”. Sus brazos me dieron la seguridad y el atrevimiento para irme de aventuras antes de cumplir los doce años. “Bucano mamá”. Y, tal vez nunca se lo dije, una mañana en Loma Bonita me desperté llorando sin saber por qué, pero que era porque pensaba en ella. “Bucano mamá”. Y fui y vine, por México y América. Y al final de cada viaje, siempre el último tramo llegaba hasta Morelia. Mi vida está hecha de vueltas consecutivas a una Plaza Valladolid que encuentro en todos lados. (Los morelianos siempre nos llevamos el centro de la ciudad a donde quiera que vayamos). Y, en esta plaza de mi vida, siempre está ella en el caballito, y yo “bucano mamá”. Hoy la sigo buscando. Y como ya no puede estar lejos, me la quedo aquí cerquita, en el corazón, hasta siempre. Lo más difícil es saber que su voz ya no estará del otro lado de la línea telefónica. Pero ahora estará aquí, sosteniéndome durante mi cabalgata, hasta que el veinte se me acabe. Porque yo voy “bucano mamá”…

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