Me opongo a la canonización… de Juan XXIII.

imagesEs un poco tarde para decirlo, pero quiero que quede constancia de mi postura. Me opongo totalmente a la canonización… de Pepillo Roncalli, mejor conocido como Juan XIII.

No se me malinterprete: no tengo nada en contra de él. Por el contrario, me parece que su vida, y no sólo los años de su pontificado, son ejemplares. Cuarto hijo en una familia numerosa, médico militar en la Primera Guerra Mundial, obispo y patriarca en tierras donde el catolicismo comparte los fieles con los ortodoxos. Sobre todo, clérigo con sentido del humor, y sin miedo a la ternura. Un hombre visionario, que quiso mover a la Iglesia Católica. Mira que si hoy se necesita mucho espíritu para modificar al  menos una de las pequeñas, pero pesadas costumbres milenarias de la curia romana,  Juan XXIII lo que provocó fue un terremoto.

Pepe Roncalli fue electo papa, como todos sabemos, como parte de un movimiento de transición. El papado acababa de firmar con el estado italiano el concordato (1929) en el que se establecían las relaciones que en adelante tendrían ambos. Seamos claros: si durante unos 900 años el papa fue el representante de un poder ultraterrenal, con un considerable dominio sobre propiedades terrenales, el siglo XIX marcó la separación de la Iglesia y el Estado en muchas naciones occidentales. Acá en México lo sabemos muy bien. Y para 1930, el papa era gobernador de una ciudad pequeñita (pero con muchas riquezas, ciertamente) sin intervención en las decisiones políticas de Italia, y buscaba jugar un papel nuevo en el mundo, como autoridad moral tal vez.

Los papas de fines del siglo XIX y principios del XX encontraron un gusto peculiar en condenar el nuevo orden mundial, y aferrarse a un pasado imperial en la iglesia. Tal vez porque sus pontificados vieron reducirse, poco a poco pero sin posibilidad de recuperación, el poder terrenal del papado. Salvo la encíclica Rerum Novarum (1891), promulgada por León XIII, bien pocos intentos hizo la iglesia católica por ponerse al día con un mundo que cambiaba aceleradamente su visión, su tecnología y comunicaciones. Y después de los acuerdos de 1929, Pío XII tuvo la mala fortuna de encarar la II Guerra Mundial con mucha confusión entre lo que era políticamente redituable y lo que era legítimamente evangélico.

Así hasta la elección de aquel simpático ancianito, risueño y bonachón, de quien se esperaba muriera rápidamente, para ganar algo de tiempo para que el lobby eclesial preparara un candidato fuerte para jalarle las orejas tanto a los gringos como a los soviéticos, y recuperar para la santa sede un puesto visible en el mundo. El resultado fue que el papa Juan XXIII empezó a abrir las ventanas del Vaticano para que entrara algo de aire fresco (aggiornamento, puesta al día, le gustaba decir). Lo que entró fue un huracán.  Al convocar al Concilio Vaticano II apareció en la iglesia católica una nueva visión sobre sí misma, más pastoral-comunitaria y mucho menos autoritaria y condenadora. En un plazo brevísimo la liturgia abandonó el latín (lengua imperial) para usar las lenguas vernáculas. Del Vaticano II surgió la teología de la liberación, y cuestionamientos profundísimos a lo que la tradición dictaba era la praxis eclesial: el papel de la mujer, la opción por los pobres, nuevas visiones sacramentales, etc.

Pepe Roncalli vio con claridad que la Iglesia Católica, en su conjunto, como una nueva comunidad donde los laicos eran los nuevos actores principales, en comunión con » los curas y las monjas» (la expresión es de Pedro Trigo, s.j.) debía caminar a donde estaban las alegrías y esperanzas de toda la humanidad. Su sentido era la misión: que el Reino de justicia, misericordia y fraternidad de Dios fuera para todos. Si la Iglesia Católica no quería, al menos, volverse intrascendente, debía estar presente para servir, para llevar alegría y compromiso. Sabía bien que el mundo ya no iba a aceptar a la iglesia regañona y apolillada de antaño.

Por eso me opongo a su canonización. Porque para una institución con unos dos mil años de recorrido, el camino del cambio apenas comienza, y elevar a una persona a los altares constantemente supone alejarla de las calles. De repente, una persona que tenía sus virtudes y sus defectos aparece como elegida desde su nacimiento para verter pipí bendita en las pilas bautismales de los templos que le serán dedicados. Me parece muy bueno que Francisco Bergoglio le haya ahorrado el trámite engorroso de los milagros, como si la heroicidad de virtudes requiriera de trucos o intervenciones sobrenaturales para confirmarse. Entonces lo que se busca de un santo no es que su vida sea un modelo, sino que su intercesión nos acarree beneficios que estarían vedados a los que no compartan la fe católica o la devoción correspondiente. Juan XXIII no necesita de milagros para ser un ejemplo para toda la iglesia. Y Pepillo Roncalli no merece que lo alejen de la vida de la gente, que amó siempre bien de cerquita.

Por eso me opongo a la canonización de Pepito Roncalli. Y por eso no me importa la canonización de Carlitos Wojtyla… a quien no le perdonaron el trámite de los milagros. Saque usted la relación con la heroicidad de virtudes correspondiente.