Papa Francisco: la tenía, era suya, y la dejó ir…

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Foto: Reuters

Si por algún épico desatino, Televisa hubiera mandado al célebre locutor de futbol Enrique “el perro” Bermúdez como corresponsal a la Ciudad del Vaticano, éste hubiera podido sintetizar el resultado del “Encuentro a favor de la protección de los menores en la Iglesia”, con su más famosa frase: “¡La teníaaa! ¡Era suyaaa! ¡Y la dejó iiir!”, dedicada al Papa argentino, Jorge Bergoglio, quien seguramente entendería la alegoría futbolera.

Dicha reunión, realizada entre el 22 y 24 de febrero pasados, se planteaba como objetivo definir acciones concretas para encarar el severísimo problema de los abusos sexuales contra menores perpetrados por los miembros del clero católico, en todos los rincones del planeta. Curas pederastas, pues, para no andarnos con rodeos. Cuando se hizo pública la convocatoria, se generó de inmediato una gran expectativa, pues implicó, de facto, un reconocimiento más tardío que valiente, pero inédito, de las conductas criminales que, durante siglos, la Iglesia Católica ha aprendido a ocultar con alevosía.

Sin embargo, los resultados del encuentro fueron decepcionantes no sólo para las organizaciones de víctimas, sino también para el ala más progresista de la Iglesia, que esperaba que Francisco empujara decididamente a todas las conferencias episcopales, y a todos los superiores generales, hacia transformaciones profundas que se consideran necesarias para que el clero católico recupere autoridad moral, influencia e impacto pastoral. La política de “cero tolerancia” con la que el papa argentino convocó a la reunión, cristalizó en una lista de 8 compromisos vagos, que, a la vista de las víctimas, aportan entre poco y nada al combate de este cáncer que amenaza la existencia de la Iglesia, tal y como la conocemos.

Entiendo la postura de muchas personas, cercanas y queridas, católicos comprometidos, no solo con el cumplimiento de los ritos religiosos, sino también dedicados a la promoción de la justicia y la solidaridad (las formas más nobles de la vida cristiana), que dicen: Francisco debe haber aceptado negociar con las presiones de la poderosa curia romana, ultraconservadora, y capaz de movilizar poderosos grupos de interés alrededor del mundo. Francisco debe estar buscando una transformación paulatina, en aras de preservar la fraternidad. Yo me siento obligado a hacerles ver que el bienamado che Papa es un conservador. De lo más «progre» de la conserva, pero conservador, a fin de cuentas. Eso no es malo: una parte importante de su papel se funda, precisamente, en la preservación de una tradición de dos milenios. Sin embargo, será bueno ser realistas con las expectativas sobre sus posicionamientos y acciones en temas relacionados con los derechos progresivos y la justicia.

Este conservadurismo se refleja en la tibieza de sus “acciones concretas”, presentadas como tarea novedosa, pero que han estado presentes en muchos documentos y protocolos de conferencias episcopales y congregaciones religiosas desde la década de los noventas, cuando comenzaron a estallar los escándalos de abusos sexuales de los Legionarios de Cristo en México, de curas en Irlanda y Estados Unidos. Es decir: pan con lo mismo.

Sucede que, como en otros temas, la moral eclesial se ha quedado muy a la saga frente a los avances en la conquista de derechos que se han conseguido sociedades liberales; también en la protección de los derechos de los menores, en buena medida debido al temor de la jerarquía eclesial, especialmente la masculina, a perder poder e influencia. Dicho de otra manera: la pederastia dentro de la iglesia católica no puede seguir siendo tratada como un asunto de su fuero interno, sino que debe someterse abierta, transparente y decididamente, a los marcos legales de los países en los que está inserta la Iglesia.

No basta, para un cambio que es urgente, la promesa de suspender sacerdotes, pues ese, precisamente, ha sido siempre el primer paso de un procedimiento que tiene varios siglos en uso: frente a la denuncia de una conducta incorrecta de uno de los suyos, la remoción de la parroquia o comunidad, y la inmediata asignación a un espacio distinto, en el que el depredador tendrá una nueva oportunidad para empezar de cero, y repetir sus conductas criminales. Pero, en el peor de los casos, habiendo aprendido a disfrazarlas y ocultarlas mejor. Las «casas de recuperación», destino de los reincidentes, (como la célebre casa Alberione, de la diócesis de Guadalajara) se convierten en granjas de descanso, incapaces de extirpar las inclinaciones criminales con terapias disfuncionales, pues están limitadas por el compromiso de protección , silencio, y cuidado de la “vocación” del abusador.

Para poder dimensionar el reto al que se enfrenta, el clero debe sumar a la reflexión teológica – pastoral (comprensiblemente irrenunciable), la urgencia de las cifras, y evitar el error de considerar que uno o dos gestos simbólicos aplacaran a críticos y víctimas. Me explico.

Una vez concluida la reunión en Roma, la oficina papal anunció que pondría a disposición de la justicia australiana al Cardenal George Pell, el otrora poderosísimo director de finanzas del Vaticano, quien ya había sido encontrado culpable por un tribunal de su país, por varios cargos de abuso sexual. Este anuncio es un símbolo hueco, nada más, pues el avance del proceso y el peso de la opinión pública no admitía ya ninguna respuesta que no fuera la condena penal del purpurado. Y sí concuerda perfectamente con el modo de proceder actual de la Iglesia Católica: si no puedes ocultarlo más, entregas una víctma propiciatoria para evitar daños mayores derivados del escándalo.

Por eso, la exhibición de un chivo expiatorio no ayuda en nada para modificar esta marca de identidad criminal en la iglesia. La iglesia deberá aprender a tener una postura más proactiva y responsable, que deseche definitivamente la ilusión de que el derecho canónico priva sobre la justicia civil y penal. Esto, por supuesto, equivale a aceptar que un sacerdote no es ni más ni menos que cualqueir otro ciudadano.

Sería de mucha ayuda para el papa Bergoglio atender a una cifra escalofriante, producto de 25 años de estudio etnográfico sobre la sexualidad de los sacerdotes en los Estados Unidos, realizado por el psiquiatra y exreligioso Richard Sipe, fallecido hace apenas unos cuantos meses, quien calculó que el 50% de los sacerdotes norteamericanos (homosexuales y heterosexuales) eran sexualmente activos. Y que al menos el 7% había abusado sexualmente de, al menos, un menor.

7 de cada 100.

Esta cifra fue un dato de referencia fundamental para el diario norteamericano

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En la foto, Richard Sipe, pionero en el estudio de la sexualidad de los sacerdotes (National Catholic Enquirer)

“The Boston Globe” para orientar su investigación sobre los abusos sexuales cometidos por clérigos en la diócesis de aquella ciudad. Al final de su investigación, la cifra calculada por el trabajo sistemático de Sipe se confirmó con dramática exactitud. Esto permitió a un grupo de reporteros interpretar los movimientos entre parroquias de curas, las reclusiones en casas de descanso, y sus

desapariciones repentinas como parte de un modus operandi que permitía a los abusadores continuar no solo con sus vidas, sino con sus crímenes, en total impunidad. El estudio de Sipe, y los eventos que acabo de sintetizar, fueron retratados magistralmente en la película Spotlight (Tom McCarthy, 2015).

A partir de esta cifra se puede inferir, con un poco de sentido común, la urgencia de acciones más decididas para acabar con la pederastia. Si atendemos a la validez estadística del estudio de Sipe, podemos imaginar que, en México, por ejemplo, el 7% de los sacerdotes de cada diócesis (un poco más, un poco menos), el 7% de los miembros de cada orden religiosa, el 7% del total de los «hombres de iglesia del país», son pederastas. Y la única acción responsable, justa y evangélica que podría tomar cada diócesis, cada orden religiosa, en consecuencia, sería denunciar ante las autoridades a estos sujetos, de inmediato y sin concesiones.

Porque, no nos quepa duda, en la mayoría de los casos, las autoridades eclesiales, y los superiores de cada congregación saben quiénes son parte de su 7%. Porque si no lo hacen, son corresponsables del encubrimiento de crímenes que han destrozado la vida de cientos de personas en México. Eso sería un gesto real de compromiso con la justicia. Eso implicaría un rompimiento con la omertá sagrada, que ha privilegiado la protección de los agresores frente a las víctimas durante demasiado tiempo.

Por eso saben tan mal los tibios compromisos de Francisco. Y por eso resultan tan desafortunados los comentarios dirigidos a los hijos del demonio, y la descalificación a los feminismos. Tienen gusto a una incapacidad autoinfligida para acabar con esta práctica, anteponiendo el bienestar de los pequeños a la imagen y el poder. La consecuencia puede ser, después de la expectativa generada por la reunión en Roma entre propios y ajenos, la pérdida de la autoridad moral que le reste a la iglesia. El mundo ha cambiado, y no perdonará, a partir de este momento, nuevos escándalos perpetrados con la misma metódica y fría crueldad.

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El cardenal Pell, custodiado por la policía, a su llegada a una corte en Melbourne. La fiscalía australiana acaba de pedir su encarcelación inmediata. (Foto: AFP / Tickers)

Un obispo a punto de recibir la sentencia que le corresponde por sus felonías, contra un 7% de clérigos que se mueven de una parroquia a otra, de una comunidad a otra, dejando tras de sí heridas sangrantes en el alma de niños y niñas. Y un silencio cómplice que los acompaña, que los cubre, porque su vocación es más relevante que proteger a los más indefensos (más les valdría atarse una piedra de molino al cuello, dicen que dijo Jesús). Pero, hasta hoy, a Francisco le fallan las matemáticas. Porque una persona, por más cardenal que sea, es mucho menos que 7%. Tenía una oportunidad de oro para impulsar un cambio necesario, imprescindible, en la Iglesia. La tenía, era suya, y la dejó ir. Ojalá que saque la cuentas pronto, y actúe en consecuencia.

(Recomiendo, para quien quiera profundizar en el tema y aproximarse al punto de vista de las víctimas, ver la miniserie titulada «Examen de conciencia», disponible, como «Spotlight» en Netflix).

Me opongo a la canonización… de Juan XXIII.

imagesEs un poco tarde para decirlo, pero quiero que quede constancia de mi postura. Me opongo totalmente a la canonización… de Pepillo Roncalli, mejor conocido como Juan XIII.

No se me malinterprete: no tengo nada en contra de él. Por el contrario, me parece que su vida, y no sólo los años de su pontificado, son ejemplares. Cuarto hijo en una familia numerosa, médico militar en la Primera Guerra Mundial, obispo y patriarca en tierras donde el catolicismo comparte los fieles con los ortodoxos. Sobre todo, clérigo con sentido del humor, y sin miedo a la ternura. Un hombre visionario, que quiso mover a la Iglesia Católica. Mira que si hoy se necesita mucho espíritu para modificar al  menos una de las pequeñas, pero pesadas costumbres milenarias de la curia romana,  Juan XXIII lo que provocó fue un terremoto.

Pepe Roncalli fue electo papa, como todos sabemos, como parte de un movimiento de transición. El papado acababa de firmar con el estado italiano el concordato (1929) en el que se establecían las relaciones que en adelante tendrían ambos. Seamos claros: si durante unos 900 años el papa fue el representante de un poder ultraterrenal, con un considerable dominio sobre propiedades terrenales, el siglo XIX marcó la separación de la Iglesia y el Estado en muchas naciones occidentales. Acá en México lo sabemos muy bien. Y para 1930, el papa era gobernador de una ciudad pequeñita (pero con muchas riquezas, ciertamente) sin intervención en las decisiones políticas de Italia, y buscaba jugar un papel nuevo en el mundo, como autoridad moral tal vez.

Los papas de fines del siglo XIX y principios del XX encontraron un gusto peculiar en condenar el nuevo orden mundial, y aferrarse a un pasado imperial en la iglesia. Tal vez porque sus pontificados vieron reducirse, poco a poco pero sin posibilidad de recuperación, el poder terrenal del papado. Salvo la encíclica Rerum Novarum (1891), promulgada por León XIII, bien pocos intentos hizo la iglesia católica por ponerse al día con un mundo que cambiaba aceleradamente su visión, su tecnología y comunicaciones. Y después de los acuerdos de 1929, Pío XII tuvo la mala fortuna de encarar la II Guerra Mundial con mucha confusión entre lo que era políticamente redituable y lo que era legítimamente evangélico.

Así hasta la elección de aquel simpático ancianito, risueño y bonachón, de quien se esperaba muriera rápidamente, para ganar algo de tiempo para que el lobby eclesial preparara un candidato fuerte para jalarle las orejas tanto a los gringos como a los soviéticos, y recuperar para la santa sede un puesto visible en el mundo. El resultado fue que el papa Juan XXIII empezó a abrir las ventanas del Vaticano para que entrara algo de aire fresco (aggiornamento, puesta al día, le gustaba decir). Lo que entró fue un huracán.  Al convocar al Concilio Vaticano II apareció en la iglesia católica una nueva visión sobre sí misma, más pastoral-comunitaria y mucho menos autoritaria y condenadora. En un plazo brevísimo la liturgia abandonó el latín (lengua imperial) para usar las lenguas vernáculas. Del Vaticano II surgió la teología de la liberación, y cuestionamientos profundísimos a lo que la tradición dictaba era la praxis eclesial: el papel de la mujer, la opción por los pobres, nuevas visiones sacramentales, etc.

Pepe Roncalli vio con claridad que la Iglesia Católica, en su conjunto, como una nueva comunidad donde los laicos eran los nuevos actores principales, en comunión con » los curas y las monjas» (la expresión es de Pedro Trigo, s.j.) debía caminar a donde estaban las alegrías y esperanzas de toda la humanidad. Su sentido era la misión: que el Reino de justicia, misericordia y fraternidad de Dios fuera para todos. Si la Iglesia Católica no quería, al menos, volverse intrascendente, debía estar presente para servir, para llevar alegría y compromiso. Sabía bien que el mundo ya no iba a aceptar a la iglesia regañona y apolillada de antaño.

Por eso me opongo a su canonización. Porque para una institución con unos dos mil años de recorrido, el camino del cambio apenas comienza, y elevar a una persona a los altares constantemente supone alejarla de las calles. De repente, una persona que tenía sus virtudes y sus defectos aparece como elegida desde su nacimiento para verter pipí bendita en las pilas bautismales de los templos que le serán dedicados. Me parece muy bueno que Francisco Bergoglio le haya ahorrado el trámite engorroso de los milagros, como si la heroicidad de virtudes requiriera de trucos o intervenciones sobrenaturales para confirmarse. Entonces lo que se busca de un santo no es que su vida sea un modelo, sino que su intercesión nos acarree beneficios que estarían vedados a los que no compartan la fe católica o la devoción correspondiente. Juan XXIII no necesita de milagros para ser un ejemplo para toda la iglesia. Y Pepillo Roncalli no merece que lo alejen de la vida de la gente, que amó siempre bien de cerquita.

Por eso me opongo a la canonización de Pepito Roncalli. Y por eso no me importa la canonización de Carlitos Wojtyla… a quien no le perdonaron el trámite de los milagros. Saque usted la relación con la heroicidad de virtudes correspondiente.