La democracia: una pistola cargada apuntando a nuestra sien.

La figura que elijo para titular este escrito me venía a la mente anoche, mientras veía con una sensación de incredulidad la victoria del inefable Donald Trump, hoy presidente electo de los Estados Unidos, la nación más poderosa del planeta. El proceso electoral norteamericano (que entre paréntesis provocó el mismo hartazgo entre los ciudadanos norteamericanos que el que nosotros nos aventamos cada tres años, ni aguantan nada) vino a coronar un nefastísimo año 2016 para la buena fama de la señora Democracia, al menos en el bloque occidental. Y es que antes del Trumppocalipse de los gringos, habíamos atestiguado el sí al Brexit en junio, y el no a la hoja de ruta del proceso de paz en Colombia. Una de mis tuiteras favoritas, @Uraniantihero, condensaba su propio sentimiento preguntándose si en algún país las mayorías no se comportan como cardumen ignorante.

 No puedo dejar de preguntarme qué tenían en la cabeza todos aquellos que el día de ayer (o por anticipado) votaron por este engendro narcisista, autocrático y fascista que despachará en el 1600 de la Av. Pennsylvania a partir del 20 de enero. Todos vimos lo mismo, en vivo, en noticieros, en redes sociales. Mentira tras mentira. Misoginia expuesta con crudeza. Xenofobia al por mayor. Más mentiras. Más desprecio por las instituciones democráticas para su país. Su preferencia por enemigos soterrados de Estados Unidos, como Vladimir Putin, como modelos de gobierno. Más mentiras mal intencionadas. Y nada fue suficiente para evitar los casi 60 millones de votos populares para cruzar la frontera de 270 votos en el colegio electoral. Y no puedo dejar de contestarme que en la cabeza de estos votantes había materia orgánica previamente digerida. Sin embargo, creo importante entender sus razones.

En Estados Unidos, como en México, Gran Bretaña, Colombia y prácticamente cada país occidental, hay una buena parte de la población (con derecho al voto) que no se siente representada por sus gobernantes, democráticamente electos. No solamente no se siente representada, sino que se siente harta de no recibir los beneficios prometidos de la democracia. Me explico: la promesa del dispositivo es que la población elige conscientemente a los mejores hombres y mujeres, con la encomienda de que estos utilicen todas sus capacidades para conseguir una mejor calidad de vida para quienes les eligieron. El dispositivo contempla las miserias humanas, por lo que basa su funcionamiento en otros dos factores: los contrapesos a la concentración de poder y la posibilidad de los electores de castigar la inoperancia o la deslealtad de sus representantes quitándoles su preferencia en una elección posterior.

Pero si los contrapesos no funcionan como tal, y la política deja de ser la res publica, -que no es una vaca en la plaza del pueblo, sino aquello que es del interés de todos- y se convierte en la administración de los beneficios del poder, entonces es natural que la gente se enjabone con carbón. Si los tribunales y las cámaras asumen el papel de jugar a que se pelean entre sí, pero no se vuelven eficientes gestores de beneficio común, lo que la gente siente es que traicionaron su confianza, y le están viendo la cara de coneja. Este mecanismo es fundamental para la credibilidad del sistema democrático. Y la percepción de  que los políticos, una vez electos, se olvidan de los problemas concretos de las personas, funciona como un eficaz corrosivo para la democracia. En unos cuantos años puede minar la confianza de millones de personas en una sociedad.

De la misma forma si cada tres o cuatro años, un padre de familia clasemediero que ha visto descender su poder adquisitivo mes con mes llega a la urna de votaciones para encontrarse una boleta llena de desconocidos (en el mejor de los casos) o reconocidos patanes (en el peor), el camino no tiene retorno. Está listo el caldo de cultivo para entregar la democracia a los pretendidos outsiders que proponen cambiar las cosas fácil, radicalmente, de un día para otro, y que solo ellos saben cómo hacerle. Demagogos y autócratas se convierten, entonces, en candidatos ideales para las masas afrentadas por el sistema. Y van a ganar. Y luego no se van a querer ir.

Tanto en el caso británico, como el colombiano y el norteamericano, cuando el establishment político tuvo que salir a reconocer su derrota, lo hacen con cara de perplejos (u otra palabra similar). ¿Por qué el pueblo bueno no fue capaz de reconocer los riesgos que se le planteaban con claridad tras su elección? Señores políticos: porque cuando «la gente» está encabronada, no razona, y suele buscar quién se las pague. Ustedes son responsables de poner a la democracia en entredicho. Entiéndanlo, asúmanlo, y hagan lo que deben hacer para devolver a la democracia su potencia de beneficio y desarrollo para la mayor parte de sus gobernados.

Aquí la cosa se complica: los políticos no suelen reconocer sus fallas, y mucho menos renuncian a los beneficios que les ha acarreado su ejercicio del poder. «Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error» es un mantra de todos los políticos en México. Entonces nos queda a los ciudadanos la tarea de romper el ciclo, dado que el cambio no vendrá de los políticos. Nos toca educarnos a nosotros mismos. Organizarnos nosotros mismos. Renovar las reglas del juego democrático a nosotros mismos. Y demostrar que nuestro voto es capaz de romper la inercia partidocrática.

De entrada, pensando ya en México, propongo un primer paso, de aquí a las elecciones del 2018: deshagámonos de todos los partidos basurita, que no representan a nadie, pero que sí se adjudican jugosas cantidades de dinero en presupuestos anuales y moches. Que pierdan sus registros sin remedio. Limpiemos la boleta para quedarnos, luego, con los granders partidos, para ponerles la agenda que nos interesa como ciudadanía: empleos, productividad, economía, transparencia, sustentabilidad y ecología, impartición de justicia, castigo a la corrupción, fuero, etc. Aprovechemos el tiempo que tenemos entre el gran tropiezo de los Estados Unidos y nuestra elección. No vaya a ser que elijamos a un Trumpical para presidente, gobernador, diputado, senador… No vaya a ser que los mexicanos, con ese arrojo incendiario tan nuestro, jalemos el gatillo de la democracia.