Naamán y el cubrebocas.

En el Antiguo Testamento existen muchos relatos deliciosos, que arrojan luz sobre las circunstancias que vivimos, sin que por ello tengamos que abrazar ninguna fe. Desde hace ya varios días recuerdo uno de ellos, protagonizado por Naamán, gran general sirio, y el profeta Eliseo, de Israel.

Lo sintetizo para quienes no estén familiarizados con él, aunque siempre es recomendable leerlo completo en 2 Reyes 5, 1-15.

Naamán era el general preferido del rey de Siria, por ser «valeroso en extremo», pero estaba enfermo de lepra. Por recomendación de una esclava israelita, el monarca sirio despachó al enfermo con cartas para el rey de Israel, pidiéndole que curase a su cuate de esa terrible enfermedad.

El soberano hebreo se escandalizó al leer aquellas misivas, se rasgó sus vestiduras, se puso otras, y luego hizo harto aspaviento, diciendo que él no era la OMS, que los presidentes anteriores le habían dejado un sistema de salud en ruinas, que el INSABI apenas estaba empezando a operar, y que seguro era una treta de sus adversarios para declararle la guerra. Pero, como sucede en países más literarios que el nuestro, el profeta Eliseo envió un DM a su monarca, informándole que él podía curar la lepra y al mismo tiempo coadyuvar para la firma de un anhelado tratado de libre comercio con la potencia vecina.

Y allá va Naamán, a visitar al profeta Eliseo. Pero al llegar a la puerta del vidente, solo recibió un mensaje diciéndole que se bañara siete veces en el río Jordán, y quedaría curado. Para el orgulloso oficial, este desplante fue tomado como insulto, y se dio la vuelta profiriendo ajos y ejos contra todo el tercer mundo, sus costumbre, sus habitantes y su gobernantes, no sin antes emitir una nota diplomática al respecto.

Pero ya cuando se le bajó el coraje, sus criados se acercaron para decirle que no mi general, que no se ponga así, que ya había probado de todo y que ni las nanopartículas de cítricos le habían hecho nada, y que si el remedio que le proponían era tan simple como decretar un día de blaneario para toda la comitiva en Tepetongo, pues qué más daba y que no perdía nada con intentarlo.

El buen Naamán, quien era colérico, pero buena gente, reflexionó que si ya habían hecho el viaje, pues qué más daba. Así que la comitiva enfiló al Jordán para bañarse. Y, cuando ya todos estaban todos chamuscados, repletos de ceviche de cazón en tostadas, y medios cuetes por tanta cerveza, Naamán se dio cuenta que su piel parecía pompi de bebé. Hasta aquí el relato.

Lamentablemente, nuestro orgulloso general AMLO no tiene la suerte de tener buenos criados. Es decir, sí está rodeado de criados, pero ninguno de ellos lo aprecia tanto como para buscarle el modo, ayudarle a saltar sobre su soberbia, y atender una simplísima recomendación de salud, en beneficio de todos. Hugo López – Gatell no ha sabido jugar ese papel para decir: «mire Jefazo de mi vidaza, si la cura para la COVID-19 dependiese de que usted se fuera de cruzada contra adversarios conservadores, feministas politiqueras y hordas de niños con cáncer, ¿a poco no lo intentaría? Pero si la recomendación del profeta es tan sencilla como pedir a todos los mexicanos portar un cubrebocas, ¿por qué no intentarlo?

Pero no. El siervo ha optado por no condescender con el amo colérico, y no interpelar su soberbia con ciencia y razón. Ha elegido sobarle el ego, dicendo que cómo cree, que él, rayito de esperanza, es una fuerza moral y no de contagio, y que su sana distancia motiva al pueblo de México a trascender su proverbial rechazo a la civilidad, y sus mensajes convencen a todos de guardar las medidas de salud para domar la pandemia.

Mientras tanto, ya enfilamos hacia los 60,000 mexicanos muertos. López Obrador debería reconsiderar leer de vez en cuando el Antiguo Testamento. O simplemente leer.

NAAMAN
Eliseo rehusando los regalos de Naamán. Pieter Grebber, 1637. Museo Frans HalsHaarlem.

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